Del aquí y el ahora

Inspiraciones. Recuerdos. Momentos. Placeres simples. Rituales cotidianos.

Categoría: es así

ESTO…

Cada día experimento distintas emociones. Lo siento en mi cuerpo y en mi mente, pero pasa algo curioso… Puedo nombrarlas, pero no logro ‘destilarlas’. Tampoco llorarlas, realmente. Es como si mi mente estuviera recibiendo todos los estímulos, pero en vez de procesarlos, simplemente los condensa. Me cuesta trabajo concentrarme, expresarme con ideas muy claras. Como que se me escapan. Ni se diga escribir. Lo que antes me tomaba un ratito, como redactar un correo, me ha llegado a tomar horas. Ho-ras. Ni siquiera tengo ganas de leer. Me cuesta recordar no solo qué día es, sino hasta qué hice ayer. Y aunque he reducido considerablemente las noticias y lo que veo en redes sociales, a veces siento que conforme avanza el día siento como si mi cuerpo se condensara. Hace unos días de plano sentía que mi cuerpo era como un plomo.

También he notado que mi ciclo de sueño es otro. No me da tanto sueño y tan temprano como antes, más bien duermo poco y profundo, aunque algunas veces una parte de mi cerebro se mantiene encendida y a lo largo de la noche, cada que me reacomodo, me dice: “no te toques la cara”, sin importar que me haya lavado las manos antes de dormir. Ha habido noches en las que sueño muy, muy vívidamente, tanto que me toma todo el día siguiente que se esfume la sensación de aquello que soñé. Hay noches en las que me despierto de la nada y siento que el silencio más profundo que nunca. Y mañanas en las que despierto y escucho tan cerca y alegre el trinar de los pájaros que pienso, ¿realmente está pasando ESTO?

El tiempo se siente como un chicle… A ratos se estira y luego se pone todo duro. Es extraño. Al final, me da la impresión de que cada día está siendo como una especie de recalibración, consecuencia de estar contemplando con todos los sentidos alerta la Incertidumbre (sí, con mayúscula); esa que la normalidad de antes hacía ‘invisible’ o difuminaba, y que ahora vemos completamente de frente, como parte de esta nueva normalidad. Ya después vendrá otra. Algún otro día. Porque como todo, esto también pasará. Mientras tanto, aquí estamos: adaptándonos, reconformándonos, acompañándonos a distancia. Un día a la vez.

 

 

¡Subeeen!

El tren feminista no partió 5 minutos antes de este 8 de marzo. Tampoco parará en otros 5, ya que pasó la fecha. Es un tren que lleva años andando, a veces con mayor velocidad y ruido que otras, según los tiempos, según sea necesario. Cada trayecto sinuoso ha tenido consecuencias positivas, aunque en la masa amorfa que es el presente cotidiano e inmediato nos cueste verlas, identificarlas o nombrarlas.

Después de la marcha, después del paro, no todas quieren o queremos subirnos al tren feminista, o gritar a los cuatro vientos que vamos en él. Porque “no me/nos representa”, porque “no estoy/estamos de acuerdo”, porque “así no”, porque “no es necesario”, porque «qué cansado discutir»… Razones pueden darse muchas. A pesar de ello, el tren feminista te necesita, nos necesita, porque entre más seamos, mejor. Entre más distintas, mejor.

La violencia de género, como escribe Rebecca Solnit, NO es una anomalía. No son hechos aislados ni cuestión de determinado sector social. La violencia de género es cultural y tiene muchas caras, según nuestra circunstancia individual. La cultura la alimentamos entre todas, entre todos. La respiramos, la hablamos, la bebemos, la escupimos, mujeres y hombres, cada día. Estamos inmersos en ella, aunque muchas veces hagamos como que no, o no tanto. Aunque muchas veces minimicemos su impacto.

Es duro aceptar que la realidad no es precisamente como la queremos ver, como parece en nuestro círculo más cercano. Es durísimo reconocer que la cultura de violencia de género está en todos lados; más aún, admitir que cada quien la alimenta con pequeñas acciones todos los días y luego abocarse a detectar en cuáles. Aterroriza admitir que el mundo es más amenazante de lo que queremos ver, que somos parte de ello, y encima, que no está muy claro cómo erradicarla.

No se necesita ser mamá para que la oscuridad y la incertidumbre, más allá de infundirte miedo, resulten paralizantes. Basta el hecho de ser mujer y que vivas en este mundo, de que sientas miedo de salir a la calle o pensártela para vestirte de tal o cual forma. De que vivas absorbiendo y compartiendo recomendaciones y tips para que no te pasen “cosas”.

Si sientes incomodidad, desesperación, hartazgo, si quieres darle la vuelta o carpetazo al tema, si quieres cerrar los ojos y despertar cuando ya no se hable de feminismo, si sientes que no hay nada qué cambiar, si sientes que el discurso feminista te confronta de algún modo, si reaccionas con fuerza o resistencia ante él… Por favor, deténte un momento ahí, en lo que sientes. Ese lugar emocional puede convertirse en un terreno tremendamente fértil para aportar tu capital a ese mundo justo y equitativo que también, de algún modo, anhelas y has anhelado en tu mente y en tu corazón.

La incomodidad, el rechazo, el querer cambiar de tema pueden ser síntomas de que tememos ser vulnerables, que tememos resultar lastimadas o perjudicadas de algún otro modo, más allá del físico, que tememos cuestionar nuestras propias creencias o que éstas se tambaleen, que no sean tan firmes como creíamos.

Más allá del discurso, sin duda polarizado… ¿De verdad sientes que no hay nada qué cambiar? ¿Por qué te sientes así? ¿Qué te incomoda? ¿Qué tienes qué perder? ¿Qué podrías ganar? Si «no es así», ¿cómo? ¿Cómo sí? ¿Qué sí haría que te movieras de donde estás? Mas allá del negro y el blanco, entre la gama de grises… Sin duda hay algo que tú y solo tú podrías aportar. Pero es necesario moverte para activarlo.

El futuro, arriba o abajo del tren feminista, es incierto para todas, para todos. La diferencia es que arriba de él, aun cuando no estemos en perfecto acuerdo, podemos compartir, aprender, liberarnos progresivamente en el camino a lograr ser reconocidas como lo que somos: personas valiosas y dignas de equidad, por el simple hecho de existir. Y entre más seamos, más pronto llegaremos.

Abajo, mientras tanto, en la quietud, en la inacción, en la parálisis, en la negación, todo podrá parecer igual, pero tarde o temprano, el impacto de ese tren llegando a su destino se hará sentir. Y no necesariamente se sentirá como un golpe suave.

Toma mi mano o la de alguien que quieras, con quien sientas que puedes entenderte y dar ese gran paso que es el moverte de donde estás. Súbete al tren, súbanse.

Acompáñense. Acompañémonos. A bordo nos iremos haciendo espacio, encontrará cada una su lugar. Cabemos todas, aunque a veces parezca que no. A bordo no sólo están las que llevan años en el tren; algunas acaban de subir, otras no habíamos asumido del todo que íbamos en él, unas más ni hemos terminado de acomodarnos. Qué importa. No todos los vagones son la locomotora y cada vagón tiene y necesita distintas voces e ideas.

El camino puede que aún sea largo y en él encontraremos la forma de entendernos, aun sin pensar igual. Podemos ayudarnos a detectar nuestros propios puntos ciegos y así, ayudar a otras a hacer lo mismo… Para nunca más guardar silencio. Para dejar de vivir con miedo. Para poder caminar a la hora que sea sin mirar por detrás del hombro.

Para que la violencia de género deje de ser normalizada. Para cambiar el discurso y que éste genere un impacto positivo. Por ti, por mí, por las mujeres que queremos, por las que ya no están, por las que serán, por todas. Y de paso, por los hombres que queremos, por todos los hombres, también afectados en esta espiral en la que vivimos, o sobrevivimos. Para todo eso te necesito a ti, nos necesitamos todas. Compartimos existencia en un mismo plano y tiempo, y en él es innegable que #JuntasSomosMásFuertes. Súbete al tren. Subámonos.

2019: un año incómodo

No puedo evitar soltar un suspiro de alivio ante el último día de 2019. No porque todo vaya a ser distinto mañana, pero simbólicamente puedo decir que logré atravesar un año de derrumbes, disoluciones, vueltas aparentemente en círculo, cosas que parecían cuajar y que siempre no cuajaron, desacomodos, reajustes y recálculos continuos en casi cualquier aspecto.

Prácticamente me la pasé sin entender por dónde iba todo la mayor parte del tiempo. Incómoda, muy incómoda por la frustración y la desazón que los giros inesperados de manera continua pueden generar mentalmente.

Fue como si mi brújula personal se quedara pegada y tuviera que reinventar mi propio sistema de navegación para dar con el rumbo a seguir, con las decisiones a tomar. Y cada vez que pensé «bueno, ahora sí puedo tomarme un respiro»… ¡Pum! Todo volvía a girar.

Curiosamente, en medio de esa confusión terminé por marcar muchos límites ante situaciones que no me hacían sentir bien (y enfrentar consecuencias por ello, claro). Dejé de adjudicarme cargas y humores ajenos; dejé de atender de más a los demás para atenderme más a mí. Dejé de lado situaciones que me aportaban poco o nada. Conecté con personas, situaciones y actividades que de verdad encienden mi entusiasmo: sin duda, son parte de lo que me animó a seguir buscando por dónde ir.

Lo mejor de todo, aunque haya sido doloroso (y a la vez liberador), es que alcancé a ver otra parte del origen de mi despiadada autoexigencia, de mi necesidad overachiever (perdón, pero no logro encontrar la palabra realmente equivalente en español),  y cómo las he usado cual mecanismo de compensación hacia mí y hacia los demás por la inmensa oscuridad emocional que siempre me ha acompañado y que muchas veces se me desborda.

Una oscuridad en la que me ha costado años poder adentrarme, sin querer huir, y que desde que soy mamá sorpresivamente cobró nueva fuerza. Así que claro, entre tanta sacudida, tuve momentos abrumadoramente oscuros, no por eventos graves, sino porque esa oscuridad en mi mente a veces es como un hoyo negro que absorbe toda perspectiva, toda luz.

Para mi gran fortuna, algo en la #chamaquillaenacción actúa como una especie de piedra angular y hace que mi mecanismo mental no se empantane del todo. De modo que pude ver las lianas y los rayitos luminosos que fueron apareciendo en el camino… Y aquí estoy, suspirando y llorando un poquito de alivio. No más sabia, porque en realidad no comprendí perfectamente de qué iba todo y no estoy segura de darle sentido a varias cosas, pero sí más arrugada y en paz con la incomodidad.

Mi antigua brújula ya no sirve: está bien. Por mucho que anhele certezas, toca babear la punta de un dedo, alzarlo al aire y ver qué dice el tiempo… Un día a la vez. Finalmente, mientras haya días, existe la posibilidad de aventurarnos otro trecho.

Cual aves Fénix

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Para pasarla lo mejor posible, la vida en sí requiere que nos despellejemos de vez en cuando, que fluyamos (lo más posible), que nos reinventemos. Pero la maternidad tiene una forma muy insistente de restregarte eso en la cara. Cada día implica ajustes y cambios que te obligan a improvisar, a probar cosas nuevas que incluso pueden ir en contra de lo que hubieras pensado, a ingeniártelas para encontrar soluciones de la nada, a que te desdigas y sí, muchas veces, a que desandes lo andado.

En la maternidad, ni bien te has sentado y ya te tienes que parar. No has terminado de agarrarle la onda a una etapa y ya empezó otra. Sumado a la vida en pareja (o sin pareja), las aspiraciones y realidades profesionales, las expectativas personales… Y un sinfín de cosas.

Hace unos días, leyendo Harry Potter y la Cámara secreta con la #chamaquillaenacción, me quedé maravillada con el pasaje final, donde el ave Fénix de Dumbledore ayuda a Harry (si no lo han leído, esta revelación 20 años después de haberse publicado el libro ya no cuenta como spoiler). Y lloré, muy sentidamente.

Lloré por mi bisabuela, por mi abuela, por mi mamá, por mí y por todas las mamás con las que he compartido y comparto camino. Lloré porque comprendí que la maternidad implica que te hagas cenizas una y otra vez. Una y otra y otra vez, hasta tu último aliento. Porque jamás dejas de ser madre, ni ante la muerte.

A cambio, tu vuelo en este plano puede ser majestuoso y tus lágrimas pueden llegar a sanar. ¡Por eso la figura materna es tan, pero tan poderosa! Al ser madre, tienes la oportunidad de ser una especie de ave Fénix. A su vez, tú has llegado aquí por otra Ave Fénix. Y eso te resulta mucho más claro cuando tienes un hijo, y hasta piensas: quizá, a su vez, un día, éste lo comprenda.

Aunque nos resistamos, nos consumimos en el día a día, no solo ante la labor de mantener vivos a nuestros hijos, también en el arduo trabajo que es tratar de guiarlos lo mejor posible (aunque luego ni sepamos qué carajos se está haciendo) con lo mejor que tienes (aunque te parezca insuficiente), en demostrarles que los amamos incondicionalmente aun cuando a veces queremos salir corriendo de nuestras vidas adultas.

Vamos por la vida diciendo que tener un hijo es la mejor montaña rusa a la que nos hemos subido, aunque tengamos los pelos de punta, unas ojeras irreparables y el corazón ya siempre de fuera.

La maternidad es una auténtica fuerza de la naturaleza que, lo tengamos más o menos asumido o no, nos arrastra sin cesar. La maternidad es la posibilidad de ser en auténtico beneficio de otro ser humano (u otros). Y nos muestra la gran lección de esta vida: si nos dejamos llevar por ella, renaceremos una y otra vez, hasta que finalmente se haya cumplido nuestra misión de ser.

 

Un día cualquiera

Hay días en los que simplemente no logras estar a la par de la necesidad emocional de tu hija. Lo intentas, de verdad que sí, pero algo no termina de jalar.

La recoges de la escuela y escuchas que tuvo un día fuchi. Suspiras. La abrazas. Tratas de animarla, aunque no atinas a decirle mucho. Notas que está sensible. Al llegar a casa, come poco; dice que ya no le gusta la salsa boloñesa. Tuerces los ojos por dentro, pero bajas un poco la guardia y lo dejas pasar. Se rasca una costra en la nariz y sangra. Le pides que trate de no rascarse para que no se lastime más y se pone a llorar porque creyó que la regañabas. La consuelas y a partir de ahí la tarde avanza sin más. Dejas de lado pendientes para poner atención… Esta tarde es importante, te dices. Conforme se acerca la noche, le pides hacer lo de siempre: recoger los juguetes que ha usado, prepararse para el baño… Finalmente llega la hora de cenar. Como casi siempre, tarda en venir a sentarse en la mesa. Se entretiene por ahí, pero finalmente lo hace. Juegan un poco mientras cena y antes de terminar, te pide otra quesadilla. La preparas y después de una mordida, te dice que mejor ya no quiere, que no le gustó la tortilla de harina. Suspiras. Más que enojarte, sientes cómo te cae de golpe todo el cansancio del día y un poco más.  Te das cuenta de que te va a faltar cuerda para sobrevolar este último tramo, pero no reaccionas con gritos o manoteando. Le dices que eso que acaba de suceder resulta sumamente frustrante, que… Nada. Paras. Sabes que no vas a lograr seguir por ahí con calma. Le dices que estás molesta, que te dé espacio y mejor se vaya a preparar para dormir. Te pregunta si leerán un cuento y le dices que no, que entre una cosa y otra, además ya se hizo tarde. Sientes su tristeza. Te insiste en que haya cuento. Vuelves a decir que no, firme, sintiendo que la serenidad está a punto de escabullirse.

Ahora te invade también cierta tristeza. Es uno de tus momentos favoritos del día, pero simplemente ya no tienes con qué darlo. Se agotó el ánimo por hoy. Lo nota y ya no opone resistencia. La acuestas. Intercambian besos, abrazos y te amos. Le dices que la amas sin importar los momentos agridulces. Que todos los tenemos. Te abraza fuerte y pronto se queda dormida. Cierras los ojos. Suspiras. Se acabó el día materno.

Y ahí vienen las lágrimas, que contienes hasta salir de su cuarto. Ojalá fueran por el cuento no leído. Lloras porque a veces su necesidad emocional te rebasa, porque tienes la sensación de que simplemente transitar la tarde no era lo que realmente necesitaba. Pero hoy, simplemente, era lo que había en ti. Lloras porque amar como se ama a un hijo e intentar estar cada día a la altura del reto no significa lograrlo. A veces, simplemente, no lo estás.  A ver mañana.

(Casi) dos años después

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Pronto habrán pasado 2 años desde que abracé por primera vez a mi chamaquilla, alias Sonricienta  Torbellino Meteorito. Durante mis meses de ‘barrigonez’, sí pensé en lo duro que quizás sería llegar hasta aquí, pero no dimensioné cuánto (no hay forma de hacerlo, en realidad) ni que habría días en los que me sentiría hasta asfixiada ante lo demandante que resulta atender a un bebé. Tampoco imaginé que el segundo año terminaría por parecerme incluso más desafiante que el primero. Pero siempre resonó en mi cabeza aquello que dice Laura Gutman: que el posparto en realidad dura dos años.

A mi mente (tan necesitada de plazos) le pareció el ‘finito’ perfecto del cual agarrarse para entrarle al 24/7 de la maternidad y lo transformó en una especie de mantra, en algo así como un “cuando cumpla 2, se acomodará todo y podré…” que me ha servido para sobrellevar los días más duros: esos en los que una se siente lo que sigue de desbordada e ineficiente, a años luz de su centro. Esos en los que ni da tiempo de llorar.

Y sí, ahora que Sonricienta sople 2 velas, ese modus vivendi habrá caducado: ha entrado a la escuela y nuestros días se han acomodado de otro modo. Pero hace unas noches, como si me hubiera caído un rayo, asumí que cuando estemos frente a su pastel, no voy a cruzar ninguna especie de ‘portal invisible’ ni las piezas del rompecabezas van a volverse estáticas o más fáciles de acomodar (tratar de guiarla en el descubrimiento de sus emociones me lo ha dejado claro). Al ir a la escuela y conforme crece, mis días tienen un poco más de orden y espacio para trabajar, para resolver pendientes y para mí, pero mi vida se transformó y “todo lo que hacía antes” no volverá a ser referente.

Ella podrá necesitarme menos y explorar más el mundo, pero yo seguiré siendo su mamá 24/7. Simplemente es otra etapa, a la que luego seguirá otra y otra… Y en todas, todas, habrá retos que me parecerán los más complicados hasta entonces por una simple razón: ser mamá implica romper todos los días con tu zona de confort (por eso siempre es más duro, pero también más gratificante de lo que se creía). Apenas le vas agarrando los modos a una etapa y ya te están cambiando la jugada. Siempre hay sorpresas, imprevistos, vueltas de tuerca que ni viste venir… Vas de sentirte poderosa y plena a creer que te derrumbas y de regreso. De querer huír a derretirte y llenarte de energía para seguir gracias a un simple “mamá” o una carcajada (ya no digamos un abrazo). Así cada día o varias veces a lo largo de uno solo. Así, hasta el último aliento.

Ahora que lo escribo, siento que parece algo muy obvio (porque encima, con o sin hijos, la vida está plagada de cambios), que es algo que sabía desde siempre, pero quizás son tantos los ajustes, los desafíos, las emociones, los descubrimientos…que la mente busca ‘armas’ para digerirlos de a poco, y pensar en esos “2 años” ha sido la mía. Creo que finalmente he soltado a la que fui y “todo lo que hacía antes” para abrazar de corazón a la que soy ahora y “TODO lo que hago”. Siento que he tomado suficiente aire y fortaleza para poder ver a los ojos –y sin parpadear– a la incertidumbre sin dimensiones que implica ser mamá. Para poder admitir en voz alta que siempre sentiré que algo de mí vive fuera de mí. Y que aunque eso me hace sentir más vulnerable que nunca, al mismo tiempo me hace echar mano de toda la energía y valentía que tengo. Y hasta la que no.

Sobre ser mamá

La crianza es una labor llena de ambivalencias: uno pasa de sentirse superheroína a alguien completamente carente de cordura. De ahogarse en dudas y cansancio a irradiar decisión y voluntad. De la más increíble fortaleza (mental y física) al terror paralizante. Del tierno derretimiento a la furia’ tsunamiesca’… Todo eso y más en un mismo día, uno tras otro.
Pero si de algo no se trata es de hacer ‘todo bien’ o ‘mejor’ en comparación con otras mamás, sino de darle tu todo a la(s) persona(s) que te tocó guiar, aunque eso conlleve equivocarse. Convertirse en mamá confronta profundamente con la propia humanidad, y luego uno ya no tiene muy claro quién aprende más de quién: si los hijos de uno o uno de ellos.
Así que a todas las mamás que por una u otra razón conozco: un abrazo inmenso. Nunca como ahora he comprendido la importancia de hacer comunidad entre nosotras, de acompañarnos y apoyarnos. De recordarnos unas a otras que todos los días lo hacemos lo mejor que podemos, incluso en los momentos en que menos nos lo parece. Finalmente, cada mañana nos levantamos casi cual resorte a sabiendas de que el reto que nos espera es la crianza de otra persona, que algún día seguirá su propio camino. Para mí, además de amor incondicional, eso es valentía pura.

Nos conocimos hace una vuelta al sol

 

Hace un año, cuando E. llegó a este plano, sonaba Kind & Generous de Natalie Merchant. En ese momento me pareció una ‘coincidencia’ maravillosa por ser una de mis canciones favoritas de mi cantante favorita. Pero conforme han pasado los meses me ha quedado claro que no podría haber sonado otra canción para recibir a la persona luminosa que es. Han sido 365 días intensos para arriba, para abajo, para un lado y para otro, pero vivir este año a su lado me ha dejado tremendas lecciones (algunas recibidas con más resistencia que otras porque pues… soy de mente rigidita) y no puedo más que agradecer la amabilidad y la generosidad de la vida. Comparto las que más me han sorprendido, tambaleado o hecho sonreír:

  • Lo que te funciona uno o varios días… De pronto deja de hacerlo y hay que encontrar un nuevo modo de hacer las cosas, dígase dormir  al cachorro, cargarlo, etc.
  • El cuerpo es una ma-ra-vi-lla. No solo por su asombroso poder de darle vida a otra persona, sino porque sin importar el cansancio, el simple suspiro de tu bebé hará que te levantes.
  • La mayoría de tus amigas de siempre (ahora ‘sin hijos’) difícilmente dimensionarán tus tragedias y sus palabras no serán tan reconfortantes como antes.
  • Algunas personas con las que cuentas huirán a la primera de cambios; otras, sacarán su lado más patán; mientras que algunas que no suelen estar en tu radar te darán más que una mano. Claro, hay quienes permanecen incansables a tu lado. Al final, están los que tienen que estar.
  • Es necesario hablar con otras mamás, en particular con aquellas que más o menos viven la misma etapa que tú. Una charla casual en el parque puede dar mucha perspectiva.
  • En algún momento, la falta de sueño sí hace que roces la locura. En serio. Pero también a eso se sobrevive.
  • Hay días que es imposible disfrutar. Y está bien. El equilibrio solo es posible porque existen los opuestos.
  • Eso de que los 3 primeros meses son los más difíciles es… ejem, un decir. La etapa que vives siempre es la más desafiante: ser padre es un maratón continuo.
  • Uno no solo se queda sin tiempo para ir al baño, medio bañarse o comer de una sola sentada (¿comida caliente?, ¿qué es eso?), incluso hay días en los que ni se puede llorar y mucho menos, autocompadecerse.
  • Ser puntual es casi imposible. En el último minuto siempre sucede algo que te impedirá salir según lo previsto. Incluso, llegar. Pero con todos y las prisas (y los perdones a pedir por no llegar a tiempo), no dudarás en esperar a que tu bebé termine su siesta antes de bajarlo del auto.
  • En esta labor se llora por un montón de razones y más seguido de lo que uno cree.
  • Abrir un día el clóset y preguntarte «¿pero de quién carambas es esta ropa?» puede pasar. Sentirse una persona completamente distinta de un día para otro es posible.
  • La otra persona responsable de haber dado vida a tu cachorro tiene un lado nuevo que mostrarte, uno que (si eres suertudote) hará que la ames y admires más.
  • Apreciar lo que vale cada segundo: lo que puede pasar en unos cuantos.
  • El miedo es el peor consejero de crianza, pero puede sonreírsele y transformarse en impulso.
  • La gente se siente con el deber moral de opinar, incluso en la calle: si lo cargas bien, si lo tapas suficiente… No hay límites. Y uno puede aprender a escuchar, sonreír, considerar si lo dicho tiene algo de razón, sirve de algo o simplemente puede desecharse.
  • A veces sientes que no haces nada, pero acabas exhausta.
  • Al final de un día desafiante, lo que hay que recordar es que estás criando a un ser humano, con un cuerpo y un cerebro tan intrincado que de ningún modo puede ser sencillo.
  • Tener un hijo te muestra una soledad muy peculiar, pues aunque compartas la responsabilidad con alguien, cada quien debe de descifrar su forma de ser papá.
  • No se hacen las cosas mejor que otra mamá. Cada quien hace lo mejor que puede y como dicen, cada quien libra su propia batalla a tiempo completo.
  • Comprender el verdadero sentido de anteponer las necesidades de alguien más a las mías.
  • Apreciar descomunalmente cada una de las cosas que mis papás hicieron por mí. Incluso, algunas que en su momento reclamé con fiereza.
  • Más que nunca, hay que escuchar al corazón y actuar de manera que se quede tranquilo. Lo que digan, opinen o consideren los demás importa un carajo.
  • Como especie, podemos ser muy brutos en asuntos de crianza y muy ignorantes en cuestiones de desarrollo biológico y neurológico (sí, incluso los universitarios). La mayoría de los consejos que te dan implican limitar-condicionar las muestras de afecto. Y luego nos preguntamos por qué el mundo está como está.
  • La capacidad de asombro, de maravillarse ante lo más simple… Está ahí, siempre al alcance. Es cuestión de abrir bien los ojos.
  • Es posible y necesario ser más alegre, más simple y reír más. Improvisar más.
  • Un hijo puede ayudarte a tender o concluir puentes que tú solo habías dado por perdidos.
  • Hay que dejar de luchar batallas inútiles de una buena vez. Son necedades.
  • Un hijo puede ser un gran maestro: no solo te muestra tu lado más positivo y de todo lo que eres capaz, también tus carencias, lo no resuelto… Cosa de verlo, aceptarlo y trabajar en ello.
  • Se puede vivir despeinada y reírse de ello.
  • Uno puede tener muchas ideas y teorías sobre el tipo de papá que será, pero la realidad es otra muy distinta. Cuando tienes en tus brazos a tu cachorro, se abre una dimensión completamente desconocida. Literal.
  • Siempre puede amarse, darse y entregarse más. Mucho más. Sin parar.

 

 

 

 

Gratitud

Ningún año está lleno de puros momentos felices y sonrisas. Siempre hay pérdidas y lágrimas (más o menos). Pero lo verdaderamente importante no es lo uno ni lo otro, sino lo que ambas vivencias le dejan al corazón. Esas enseñanzas que, una vez destiladas, pueden fortalecernos para los días que aún están por venir. Para seguir andando hasta donde nos corresponda. Así que, por todo-todo aquello que trajo este año: Gracias. Gracias. Gracias. Y que el siguiente nos encuentre con las palmas de la mano completamente abiertas y mirando hacia arriba. Sea para entregar, para compartir o para recibir. Lo que haya de ser. Mucha Metta.

Un mes después

Entre la marea de emociones y sensaciones que desata tener en tus brazos a una personita de la que eres responsable, me asombra (y desarma) la muestra tan tangible de impermanencia que es. Porque uno fácilmente olvida que cada día es y se es distinto, que constantemente un suceso o un cambio sigue a otro. Incluso que uno está aquí de manera temporal. Pero un bebé te hace notar todo eso a tiempo completo. Sea a través de la ropa que cada día le ajusta más, de los pliegues en su piel, de sus reacciones, de su temperatura, de la conciencia que va tomando de su cuerpo, de su fragilidad… De tantos y tantos detalles. De algún modo, tener un hijo es abrirle la puerta a lo sublime y, al mismo tiempo, a grandes miedos y deseos. A la vida con una propulsión a chorro. Y qué alegría maravillosa haber decidido ser mamá, porque un mes después de la llegada de E., ya no imagino los días sin todo lo que tiene por enseñarme.